Con sus relatos de paz sobre la guerra, inspiró a alumnos de
Ensenada a viajar a las islas. Fue el guía de una experiencia única.
Esta es la historia de una torta de chocolate, una radio,
una carta, una guerra, una bomba, una rosa y un viaje extraordinario por los
caminos de la vida.
Ocurre en Malvinas, las islas del extremo sur argentino
donde reina el viento y sobrevuelan los recuerdos.
La protagoniza, entre otros, Antonio Reda, uno de los ex
combatientes que más veces volvió al escenario sangriento de 1982, acaso con su
corazón imantado por la memoria de los caídos.
Parecía que el destino de Tony estaba marcado. Su abuelo
italiano fue reclutado a la Primera Guerra Mundial. A su padre le ocurrió lo
mismo, en la Segunda. Y a él, que hacía el servicio militar en el Regimiento 7
de La Plata, lo llevaron al combate cuando tenía 19 años.
Tony cumplió 20 en Malvinas y fue en ese abril del ‘82
cuando extrañó como un chico la torta de chocolate que le hacía su mamá, un
sabor que le recorría el alma.
En su refugio de piedras, él prendía la radio una hora por
día, para saber si se aproximaban los ingleses con sus barcos. Con la ruedita
del dial buscaba la estación Carve, que daba noticias del conflicto desde
Uruguay, y radio Provincia, que por las noches acercaba la voz de los
familiares.
Cuidaba las pilas para que le duraran hasta volver a casa,
así como el tarrito de leche Nido que le acababa de dar su compañero Daniel
Martínez a cambio de cigarrillos. En eso explotó una bomba, que lastimó el
silencio, los oídos de Daniel y una pierna de Tony. Era salir de allí o morir.
Uno no escuchaba y estaba shockeado, el otro no podía caminar. Pero se abrazaron,
fueron uno, y juntos escaparon cuatro kilómetros entre otras bombas, hasta ser
evacuados.
Por esa misma huella, por ese mismo sendero donde lo
persiguió la muerte, Tony volvió a caminar hace una semana, en su sexto viaje
por las islas, contando aquel primero de prepo y otros cinco motivados por la
necesidad de recordar.
Contar aquel horror ha sido la materia de su existencia:
Tony Reda lleva dadas 720 charlas en escuelas, semillas de paz que va sembrando
con anécdotas, palabras antibélicas y homenajes a los que allí se quedaron.
Suele citar párrafos de una carta que escribió a su familia desde Puerto
Argentino, el 24 de mayo del ‘82: “La guerra no sirve para nada, lo único que
te hace ver es que las pequeñas cosas de la vida, pero las más pequeñas, son
las que hacen hermosa la vida, así que disfrútenlas, sin amargarse, porque
pronto lo haremos todos juntos”.
Su pasión inspira. Tanto que alumnos del colegio Nuestra
Señora de la Merced-Don Bosco, de Ensenada, decidieron ir a Malvinas después de
escucharlo.
“Es clave no hacerse el Rambo. Yo no les hablo de armamento
ni de táctica militar, les transmito la parte humana y el sentimiento por las
islas. Muchos de mis compañeros hacen lo mismo, transforman el dolor en acción
positiva y dan clases que dejan a los chicos impactados, siempre con la verdad.
No tenemos reparo en decir que a veces temblábamos de miedo”, relata Tony. Él y
dos colegas, Eduardo González y Claudio Guzmán, de la Casa del ex Soldado
Combatientes de Malvinas (CEMA), fueron guías vivenciales únicos de esa
excursión educativa que culminó el domingo pasado y no reconoce antecedentes
desde la guerra.
Diecisiete alumnos, algunos con la edad que tenían los
soldados argentinos cuando tuvieron que empuñar un fusil para defender la
soberanía, desembarcaron su sonrisa en las islas. Fueron con la directora de la
escuela, Ana Julia Yeco, la profesora Karina Seibane, una estudiante de
Sociología y María Alejandra González, hermana de Néstor Miguel González, caído
en la guerra.
Por los pedregales de Monte Longdon y Wireless Ridge, entre
cañones oxidados, trincheras inundadas y agujeros de bombas, caminaron los
jóvenes sin saber que se estaban haciendo grandes y que tomaban la posta de la
memoria.
“Aquí fueron las batallas más tremendas”; “Por allá venían
los ingleses”; “En este agujero me escondí”; “En aquella piedra todavía hay
disparos”; las frases de Tony, Eduardo y Claudio se arremolinaban en el aire,
mientras los adolescentes soltaban preguntas frescas y lágrimas heladas. Tony
propuso al contingente buscar la radio que había quedado en su trinchera, como
si fuera un tesoro. Que aquí, que allá, que cuidado con la turba, que ahí te
hundís, que quizás en aquel pozo de zorro, que quizás ya no esté.
Se esfumaban las esperanzas de los alumnos cuando Tony
activó la brújula del tiempo, se dirigió a una piedra triangular, cavó con sus
manos y se reencontró con la carcasa de su radio, para siempre en silencio,
pero aún con el poder de los caracoles, pues alcanza con acercarla al oído para
transportarse al pasado.
¿Y quién cuidó de Tony? Su hija, Agustina, tres viajes a
Malvinas. Ella es la estudiante de Sociología, que prepara una tesis sobre la
guerra. Y que ahora recorre el cementerio de Darwin, se acerca a una tumba de
un “Soldado sólo conocido por Dios” y deja una foto de Víctor Rodríguez,
compañero de Tony, caído en combate, para que se la lleve al viento.
Cuando Tony volvió al continente en 1982 y quedó a salvo, le
preguntaron qué necesitaba. Y él contestó: “Un pan”. Ya aplicaba la regla de
perseguir las cosas simples de la vida. Como cuando trabajó con todo su empeño
como cartero, empleado de la junta electoral en el retorno democrático, portero
en un jardín de infantes ó maquinista del ferrocarril Roca, con participación
en la huelga de 1991 y 1992, pues los derechos están para ser defendidos. Como
la memoria.
Los alumnos llevaron a las islas rosas talladas con
fundición de balas y material bélico utilizado en la guerra, un trabajo del
orfebre Juan Carlos Pallarols.
En eso consiste el legado de Tony: transformar la guerra en
paz.
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